Especial

La Palabra del Domingo

Rufino Gimenez Fines

Ligeros de equipaje

En este XXIII domingo del Tiempo Ordinario, corresponde la lectura del Evangelio de San Lucas, Capítulo 14, versículos del 25 al 33: “Iba mucha gente acompañando a Jesús. Y él, dirigiéndose a ellos, les dijo: 26 — Si uno quiere venir conmigo y no está dispuesto a dejar padre, madre, mujer, hijos, hermanos y hermanas, e incluso a perder su propia vida, no podrá ser discípulo mío. 27 Como tampoco podrá serlo el que no esté dispuesto a cargar con su propia cruz para seguirme. 28 Si alguno de ustedes quiere construir una torre, ¿no se sentará primero a calcular los gastos y comprobar si tiene bastantes recursos para terminarla? 29 No sea que, una vez echados los cimientos, no pueda terminarla, y quede en ridículo ante todos los que, al verlo, 30 dirán: “Ese individuo se puso a construir, pero no pudo terminar". 31 O bien: si un rey va a la guerra contra otro rey, ¿no se sentará primero a calcular si con diez mil soldados puede hacer frente a su enemigo, que avanza contra él con veinte mil? 32 Y si ve que no puede, cuando el otro rey esté aún lejos, le enviará una delegación para proponerle la paz. 33 Del mismo modo, aquel de ustedes que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío".
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La propuesta de Jesús escandaliza a los hombres de su tiempo, e incluso hoy nos pone la vara muy alta. Porque va a fondo: ser discípulo se antepone a la propia familia, a los bienes y a uno mismo, para ponerse al servicio del otro… Si escuchamos estas palabras desde la lógica terrenal, materialista y egocentrista, poco sentido le encontraremos. ¿De qué habla este loco? 
El Evangelio de hoy define cuál es la centralidad de nuestra fe. Para sorpresa de muchos, no son los dogmas, la liturgia ni las normas morales. Lo esencial del cristianismo es la persona de Cristo, el Cordero de Dios que murió y resucitó para que tengamos “vida en abundancia”, es decir, que podamos elevarnos y trascender. Esto es pararnos ante la vida desde el punto de vista del amor a Dios, nuestro creador, y en consecuencia, amor hacia los demás… Y si pensamos esta figura en términos colectivos -y no individualistas- comprenderemos que si todos nos manejáramos así, la vida en este plano sería muy diferente. 
Dicho esto, pensemos que los dogmas son complementos del hecho fundamental cristiano: Jesús es el camino, la verdad y la vida. Por lo tanto, ser discípulos es revestirse de Cristo e intentar tener sus mismos sentimientos y actitudes. No se trata de una simple adhesión, como la que expresa un aficionado cuando gana su equipo favorito. Es una comprensión, una forma desde donde vivir la vida que, en la medida que la profundicemos, lo disfrutaremos plenamente porque todo cobrará sentido. 
Son tres las condiciones para el seguimiento de Jesús: La primera es la elección radical: “si uno quiere venir conmigo y no me prefiere a sus padres, no puede ser mi discípulo”, nos dice, y nos puede generar ruido. Más aún si pensamos en el mandamiento que habla de honrar a nuestros padres. Pero de lo que nos habla es que sus enseñanzas estarán por encima de cualquier enseñanza que hayamos recibido. La información recibida es tan superadora, que incluso hasta podremos iluminar y dar paz a nuestros propios padres. 
La segunda es cargar con la cruz: “quien no lleva su cruz detrás de mí, no puede ser mi discípulo”. Esto significa soportar incomprensiones y críticas, así como aceptar que la sociedad prefiera otro tipo de anuncio. La Palabra profética de la Iglesia genera muchas veces reacciones negativas entre aquellos que se sienten amenazados en sus intereses.
La tercera condición es renunciar a la riqueza: “el que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío”, dice. En definitiva, quien se ilumina con Cristo ya nada más le importa. Estas palabras son muy duras para una sociedad de consumo que ha construido su propuesta de felicidad alrededor del poseer. 
Para el discípulo, no significa un juicio negativo sobre los bienes materiales. Más bien indica que hay que andar ligeros de equipaje, libres de todo aquello que nos ate o nos distraiga. Por ejemplo, cuando una persona necesita el último modelo de celular solo para aparentar estatus, queda atrapada por el consumo y pierde libertad. El discípulo, en cambio, usa las cosas con sencillez, sin hacer de ellas el centro de su vida.
De este modo, Jesús nos pide coraje y confianza para emprender el camino de la renuncia que lleva a Dios. La vida se marca con el amor con que llevamos la cruz, la nuestra y la de los demás. Ejercitar la empatía y, claro, la misericordia. 
Es propio del discípulo de Jesús llevar la cruz con naturalidad, porque sabe que no está solo. No se trata de un grupo de masoquistas, sino de personas que comprenden y logran ver más allá de lo material. Por eso el compromiso del cristiano es tan fuerte: quien no ha sufrido, no comprende al que sufre. Y sabe que aunque se nade en abundancia, eso no garantiza la paz interior. 
“Tengan cuidado y estén en guardia contra toda clase de avaricia; porque la vida del hombre no depende de la abundancia de sus bienes” nos dice el Señor. No podemos servir a Dios y al dinero. En consecuencia, busquemos el Reino de Dios y lo que le es propio, y Dios nos dará lo demás.
Estas recomendaciones de Jesús exigen darle un sentido profundo a nuestras vidas: el discípulo debe elegir. Esta libertad interior relativiza incluso valores y afectos legítimos, como los de la familia, cuando se interponen e impiden el desarrollo del Reino de Dios.
 
Pero atención: no se trata de un discurso “anti sistema”. El seguimiento de Jesús de Nazaret compensa con creces la generosidad y el desprendimiento. Él comparte con nosotros el peso de la cruz cada día y nos acompaña solidariamente durante el camino que lleva a la plenitud de nuestras vidas, y esa plenitud por encima de una sociedad enloquecida en la búsqueda alienante de bienes materiales… Para definirlo de otro modo: no está mal querer estar mejor, progresar. El tema es que no olvidemos a Dios en ese trayecto. 
Lo importante es acertar con el camino que nos lleva a Dios, disfrutar de ese tránsito y no distraernos ni demorarnos con superficialidades. En definitiva, hablamos del camino del amor, el servicio y la entrega desinteresada a los demás, en una construcción virtuosa y colectiva.